El dueño del local controlaba todo, y a todos, nada se le escapaba. A pesar de ser el negocio más grande de la localidad y en su rubro, regalería, bazar, camping y regionales.
Su hija Aldana, su tesoro más preciado, lo reemplazaba en la caja y el control de entrada de mercadería, solo medio tiempo, para no robarle horas al estudio. Cuatro empleados completaban el personal, uno destinado a cada sector, más el encargado del depósito.
Siempre había gente en el local, pero para fechas especiales eso era un hervidero! Lo que irónicamente la ponía de buen humor, no porque su ingreso se modificara, sino porque para esas fechas, su padre le ponía “refuerzos”, hacía salir del lúgubre depósito a Manu para que la asista en medio del gentío. Y los dos de buena gana, resolvían lo que se presentaba de momento. Es más, por contrapartida, Aldana se quedaba después de hora en el depósito hasta que Manu lograba poner al día el infierno que quedaba desperdigado sin su presencia.
Por supuesto que no quedaban solos, el dueño daba la ojeada final a todo, no por desconfianza, era su forma de ser, un tanto obsesivo. Todo debía estar en su lugar y su sentido de la responsabilidad lo hacía certificar una y otra vez. Así debía ser y por eso tal vez su negocio caminaba impecable desde su apertura.
Para Aldana todo eso era normal, desde que tenía consciencia andaba por esos pasillos que entonces le parecían calles llenas de edificios inalcanzables, era su mundo, jugaba a que cada sector era un barrio y ella tenía su casita de cajas en el depósito, donde podía moverse con más soltura, lejos de las miradas de tanta gente.
Amaba ese depósito poco iluminado, con cajas por todos lados y en columnas, con pisos ásperos de portland raspada por el ajetreo diario y esa mezcla de olores tan particulares de humedad vieja y plásticos nuevos, era eso, particular, indefinible y a la vez familiar, acogedor.
Los empleados habían rotado varias veces, ante el mínimo descuido o faltas a la verdad.
Se preguntaba si lo mismo habría pasado con la chica de la caja. Tenía una imagen borrosa de ella, de su voz, de su risa. Era joven, pero la gente le decía señora… nunca le pregunto porqué la echó, acaso habría faltado a la verdad, se descuidó con un vuelto?... en fin, a ella nadie la iba a echar, era su hija, ni ella iba a abandonarlo, como su madre.
El depósito era parte de su vida, amaba todo lo que allí se encontraba, le daba seguridad. Y todo se acentuó cuando Manu pasó del salón de ventas a encargado, puesto merecido por su esfuerzo, responsabilidad y justamente reconocido.
Apenas dos años mayor que ella, la muerte de su padre lo había dejado al frente de la familia, dos hermanos seis y ocho años menores y su dulce madre, se hacía la entera ante la gente, pero que a la noche se ahogaba en llantos apretando los labios para no ser escuchada.
Esa era su brújula, tenía más que claro el sentido de la responsabilidad. Desde los dieciséis años, cuando faltó su padre, empezó a trabajar medio día en el mismo salón de ventas del local. Al terminar la secundaria pudo ocupar horario completo para su trabajo y el buen padre de Aldana lo puso de encargado del depósito, lo que significaba más horas de trabajo pero muy bien remuneradas.
Nunca había estado tan ordenado, impecable, nada con qué tropezar en la penumbra del depósito que parecía tener luz propia desde que Manu estaba a cargo.
Aldana hacía tiempo que había dejado de ser una nena y disfrutaban mutuamente de la compañía. Los dos tan imbuidos en sus obligaciones, en sus responsabilidades, tan inexpertos para la vida.
Dejaron de verse como amigos y comenzaron las miradas chispeantes. Parecían relámpagos que atravesaban todo el salón desde la caja a la puerta del depósito y cada vez que conectaban, el mundo entero se desvanecía a su alrededor, aunque el murmullo de la gente recorriendo los pasillos los mantenía alerta.
La aparición de su papá por alguna puerta los ponía nuevamente en posición, los devolvía a sus puestos y la hacía reflexionar… si llegaba a sospechar algo… a ella nadie la iba a echar, pero a él, él necesitaba ese trabajo, ese puesto conseguido con respeto y esfuerzo. Y ella no podía permitir que eso ocurriera, lo amaba demasiado, lo amaba bien.
Llevaban ya dos años jugando a las escondidas sin atreverse a más, ya que el sexto sentido del padre-madre de Aldana siempre se les anticipaba irrumpiendo y anexando una nueva tarea. No daba tregua, ni la mínima posibilidad, era como tener un no de antemano.
Un par de besos apurados, escondidos entre las cajas, concretaron el noviazgo oculto.
Las charlas entrecortadas, por la aparición reiterada de su padre. Todo disimulado, como se podía.
Manu después de sus veintidós abriles, comenzó a sentir por primera vez, que le pesaba su responsabilidad asumida tempranamente y sin escapatoria. Por primera vez quería no estar a cargo, no ser tan responsable, permitirse algo que no fuera una obligación.
Y ese algo era el amor, ni más ni menos, que el de Aldana.
Ya no quedaban opciones, pasaron de la amistad al consejo, del consejo al coqueteo, del coqueteo al histeriqueo…
-¿No quiero hablar más!... quiero hacer- su voz sonó casi a un ruego.
-¿Cuándo?¿dónde?- apuró ella para fechar el encuentro.
- … - dudó un instante – HOY, nos escapamos de la feria, con tanta gente dando vueltas, quién lo a notar?, pero quiero que sea especial-
-¿Qué vas a hacer? Decímelo-
-Te voy a besar y acariciar demasiado, como nunca, te besaré desde la punta de tu larga cabellera hasta tus pies, serás mía y sólo cuando llegues a la gloria te daré parte de mí. Y vos?-
-Yo quiero que sea inolvidable, voy a responder a cada uno de tus besos y caricias hasta aprendernos de memoria, hasta grabar a fuego cómo se completan nuestros cuerpos, sólo ahí te dejaré hacerme tuya-.
Con los rostros sonrojados, vieron que el vigía los observaba desde lejos, en lo que parecía una sencilla operación de control de mercadería, ya que a pesar de faltarles la respiración, no dejaron de tildar las facturas, asintiendo con la cabeza en sentido de aprobación, algo mecánico que nada tenía que ver con la verdadera conversación. Cosa que su padre nunca supo.
Más tarde, mientras se arreglaba, acalorada, para la ocasión, escuchó los pasos de su padre, siempre presente, siempre atento a todo, pasar junto a su puerta.
No asistió a la cita, sabía que a ella nada le sucedería, pero a él… a él lo amaba demasiado, lo amaba bien…