Se hacía difícil respirar. Aún no arribaba diciembre pero el mercurio escalaba por encima de los treinta grados desde ya unos diez días. Las tardes roseaban el cielo prometiendo el alivio que no llegaba.
Hoy parecía ser el día, impostergable. Los cuerpos se aproximaban como almas lánguidas, sin voluntad, anestesiados por tantas jornadas de calor húmedo, se desdibujaban.
Hoy parecía que se haría el milagro… la atmósfera pasó del rosa repetido a un naranja amarillento que resplandecía las portadas de las viviendas, con una luz inusual.
Los movimientos se limitaban a elevar la vista al cielo, buscando una señal, una respuesta a tanta quietud, quietud que antecede tempestades.
Un látigo de luz hirió el cielo y se hizo escuchar castigando el suelo. Todo se estremeció.
Algunas aves desprevenidas huyeron en brusco vuelo, arremetiéndose entre las copas frondosas, y el gato que las asechaba disimulado bajo el alero seguro se lamentó del banquete perdido.
Otra luz pareció cuartear el firmamento, se desmoronaron las nubes y empezó a llover.
Las primeras gotas se evaporaron antes de ganar al suelo, pero el limbo enfurecido descarga un aguacero descomunal.
El aroma de la tierra mojada devuelve la conciencia. Por un rato sólo se escucha la descarga de los tejados en las veredas y después las risas de los chicos que salieron a jugar, chapoteando en los canales que se formaron junto al cordón.
De a poco fue menguando la lluvia, pero sus cuerpitos quedaron empapados de alegría. La tierra henchida reverdece y respira.
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