Repicaban en el empedrado de adoquines, siempre a la misma hora. Ya al doblar la esquina sabíamos que era él, sin nombre, el hombre del carro.
Los rayos de sus ruedas avanzaban pausados y a su paso entrecortaba el resplandor del sol que se reflejaba en la vereda norte de la calle, la que en abril o mayo juntaba el sudor de la noche y dejaba acopiarse el despojo de las frondas que retrajeron su sabia hasta la primavera.
Yo lo esperaba, inventándome cortometrajes que acontecían proyectados en la vereda, con los mismos vecinos como protagonistas, pero más reales que en cualquier película, mi imaginación cabalgaba la escenografía y el hombre del carro, el encargado de su ejecución.
Yo lo esperaba y me preguntaba qué historias escondería su semblante domado por días de sol y noches frías. Un perfil tallado por cientos de pliegues, guardaría mil anécdotas en cada repuje de su rostro.
Jamás arriesgué a calcularle edad, la calle le habría sumado todos los años posibles.
Pasaba por mi casa después de las nueve y aunque nadie conocía su nombre, todos se percataban de su presencia. Pocas palabras en su boca, limitadas a agradecer y bendecir a quienes le procuraban algo para ayudarlo.
Y seguía su camino al son de las ruedas de su carro.
Un montón de veces me pregunté desde dónde vendría o a dónde se iba, cuál sería su parada o dónde abrigaría sus horas tardías, pero nunca me atreví a preguntarle.
Debe haber hendido los adoquines de estas calles por unos cinco años, tal vez antes era otro su recorrido, o su vida.
Un día, no recuerdo cuál, notamos su ausencia, no pasó más… pero nadie se extraño, indudablemente pensaban que habría vuelto a cambiar su camino, pero yo no estaba tan segura.
Los últimos días, al acercarme con algunas galletitas, como siempre, note algo distinto en sus ojos, como nunca. Tenían un brillo especial, podría haber arriesgado de emoción, ¿quién sabe?
Tal vez alguien lo esperaba, tal vez presentía que le llegaba su hora, tal vez se libró del yugo de su carro para siempre, tal vez…
Cuando escucho pasar un carro, vuelvo mi cabeza por la calle, busco los ojos del hombre del carro para que me cuenten, pero pronto descubro que no son sus ojos, que las ruedas no crujen igual y que la lumbre del sol, reflejada en los adoquines, no se entrecorta con el girar de los rayos del carro como en una proyección de película antigua.
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