lunes, 27 de junio de 2011

EL TESORO MÁS PRECIADO (Cuento)

Los descubrió allí, un espacio destinado al olvido.
Tenían el característico aroma de los años acumulados en capas de polvo sin retirar, estáticos, con numerosos abriles pegados por la humedad que brotaba de las lúgubres paredes del cuarto en desuso.
Los recorrió primero con la mirada, como adivinando sus títulos, sus etiquetas. Hacía tanto que no se dejaba acariciar por esas letras, por su lenguaje antiguo, tanto que no intentaba descifrar los garabatos dibujados…
Allí estaban, en el desván, mesclados, sus cuadernos de primaria con novelas tradicionales y cuentos populares, eran sus propios jeroglíficos con caprichosos giros del idioma. Acarició sus lomos desiguales y surcados, como si fueran las teclas de un piano, como queriendo arrancar de ellos la música que una vez despertaron.
Nube de polvo. Escozor en la nariz. El estornudo retumbó en el espacio. No había nadie, nadie más que pudiera prohibir su aventura.
Y ya no se contuvo, comenzó con uno de sus cuadernos de primer grado, recordando la mano y la figura de quien corrigiera en letras grandes y estimulando cada uno de sus avances, la seño Juanita. Se sonrió cuando llegó al dibujo “Mi familia”, eran puros monigotes con palitos y por supuesto, no podía faltar su mascota, su compañero ya ausente, de tantos años…
Siguió con los de segundo y tercero. No podía creer que su madre los hubiese guardado, todos estos años, ordenados, como el tesoro más preciado.
Después repasó los libros de lectura obligatoria de su época y los que se leían en siestas calurosas del receso escolar. Encontró “Platero y yo” y se fue de viaje a España, caminando a la par del asno, por las calles estrechas de Moguer.  Se subió a un barco pirata rumbo a “La isla del tesoro”, coreando  “y una botella de ron”. Naufragó entre archipiélagos, siguiendo el canto de las sirenas en “La Odisea”, antes de arribar a los brazos de Penélope. Y así continuó  por horas buceando entre las aventuras, dejándose acariciar por las amarillentas páginas de esos viejos libros.
Agotados sus ojos, comenzaban a fallarle y se acomodó  en la mecedora de la abuela, madera y enea mucho más añeja que aquellos libros, una mecedora que rechino cediendo al peso. Y se desvaneció.
La claridad que alcanzaba la puerta desde la habitación contigua avisaba la llegada del nuevo día. Del último día.
Se estiró lentamente y se quedó un poco más en la mecedora desde donde podía ver todo el cuarto, tal vez queriendo secuestrar ese lugar para su recuerdo.
Se incorporó y decididamente salió, para regresar con sendas valijas, haciendo juego con el tiempo del lugar, eran rígidas, con aristas y esquineros metálicos.
Acomodó en ellas los cuadernos y los libros, entraron perfectamente, como si de ante mano lo hubiese calculado.
Cargó las valijas en el baúl del auto y regresó sobre sus pasos. Le dio un último empujón a la mecedora que esta vez no chirrió y allí quedó bailando, incluso cuando entornó la portezuela del desván.
Miró las agujas de su reloj y apuró la recorrida por la casa antes de poner llave a la puerta.
Detrás de ella quedaban incontables recuerdos de su infancia, atesorados como esos libros.

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