jueves, 26 de mayo de 2011

SABOREANDO RECUERDOS (Cuento)

Embarcados en la aventura, todos habían colaborado, a su manera, en los preparativos de estas vacaciones. Después de siete años de estar en una situación un poco apretada y sin un merecido descanso, llegó el afloje. Lograron dos ingresos, se compraron el auto y hasta podían disponer de unos días en familia de relax.
No tenían que correr con gastos de hotel, lo que hubiera sido una ofensa para su tía que los esperaba ansiosa desde recibida la noticia.
El viaje era largo, como mil kilómetros y con dos infantes en la parte posterior para atravesar a lo ancho el mapa nacional, sólo atreverse era una aventura, llegar, casi un milagro.
El rally partió desde Santa Fe con destino a Mendoza, tierra del sol y del buen vino, como enseña el arco de ingreso a la provincia.
Atravesamos toda la geografía, primero las vastas llanuras verdes, llenas de girasoles en mi niñez, con loros en bandadas levantando vuelo, asustados, a nuestro paso, ahora verdes de soja aún sin cosechar.
De tanto en tanto, atravesamos pueblos con nombres que parecían robados a la familia del lugar y volví a sonreír al recordarlos.  Iba  señalando en el mapa el camino correcto, esta vez, de copiloto, miré a mis hijos y me vi sentada en medio con pocos años. Miré a mi marido, concentrado y con el seño algo fruncido, una pompa rojiza despegaba del horizonte y  empezaba a molestar, le alcancé los lentes y preparé el mate.
Después de un rato, cambió el paisaje y el acento de la gente. En la estación de servicio hicimos nuevamente la ronda sanitaria y, como había llovido el día antes, pregunté si habría problemas para cruzar el puente de Río Cuarto como otras veces, pero no, la sequía este año no permitía ni crecer el pasto, imposible un desborde.
Otra vez andando, el panorama se puso más interesante con cada curva y contra curva para ingresar y salir de cada pueblo, parecían cuentas de un rosario a lo largo del asfalto, chiquitos, de a montones pero equidistantes entre ellos. Ni figuraban en el mapa, pero era la ruta correcta.
De la canasta acertadamente acondicionada ya habían salido yogures, masitas, mate, bizcochos, agua, facturas, gaseosa y algún caramelo, masticable para los de atrás, mentolados para los de adelante. Pero aún quedaban provisiones y camino por recorrer.
La parada para almorzar llegó en Villa María, casi un trámite, para no perder tiempo. Vuelta al auto, los chicos se durmieron, lo que agradecí como sobremesa. Le ofrecí café a mi marido para mantenerlo atento ya que la digestión empezaba su lento proceso y la modorra mezclada con un baño de luz aplastante, eran el coctel perfecto para un sueño.
El paisaje se tornaba más árido y monótono. La conversación se espaciaba. Puso música suave de esa para apaciguar a las fieras y me desvanecí.

La reducción de la marcha me despertó, estábamos en el arco de ingreso a la provincia de Mendoza y un par de autos, adelante, marchaban a paso de hombre para pasar el puesto de control. Eso estaba igual, el arco, el comedor y la gomería, parecían una fotografía, siempre en el mismo lugar, siempre sin refaccionar, detenido en el tiempo, un paréntesis en la historia que no hecha cuenta al cambio de almanaques.
Después de eso, otra vez la aridez. El sol parecía conocer esa línea imaginaria que se traza en los mapas escolares, otro brillo, otro ángulo, igual de árido pero distinto, otro aroma.
Alcancé a ver algo que se movía sobre la terracota semi cuarteada, arenosa, que no pude distinguir. Acudí al registro, allí tenía en el haber una parada antigua, obligada que nos detuvo y pude recordar que eso que se movía podía ser un escarabajo gordo y negro que luego de un tramo escarbó hasta esconderse o una araña, esas de patas largas que corrió perdiéndose confundida en el horizonte.
Los marrones empezaban a humedecer y mezclar con verdes nuevamente. El sol ya no latigaba, más bien acariciaba las siluetas y empezaba a dibujar largas sombras.
Los viñedos no tardaron en aparecer, mezclados con frutales en perfecta escuadra, parecían tableros de ajedrez.
Con pena pasamos de largo el acceso viejo, la autopista dejó a un costado la larga alameda de San Martín de los Andes. De ahí en adelante nada era conocido, excepto la postal de fondoque, distraída manoteando álamos en mi mente, no sé cuándo apareció. Los picos se mezclaron con las nubes formando una circunvalación de altura, poniendo punto final a los caminos.
Aceleré la búsqueda en la cartografía para no errar la bajada de la autopista. Ya no había siluetas estiradas, no queríamos llegar de noche, ni impacientar a nadie de los que esperaban, acá a nuestro arribo, allá a los que quedaron y en el auto a los chiquis que demasiado bien lo habían llevado.
La sonrisa amplia de la tía, en la puerta, indicaba el fin del viaje. Largos y sentidos abrazos y alguna lagrimita de alegría, de emoción.
Nos acomodamos y esa noche descansamos temprano.
Las primeras luces que sorteaban la hendija de la persiana formando una línea de luz en el piso lustroso que se reflejaba con destellos en el ambiente abrieron mis ojos y mis sentidos.
Había aroma a desayuno recién preparado que se mezclaba entre café, té de hierbas y  leche tibia. Sobre la mesa pan fresco, facturas y galletas. La pava comenzaba a silbar. Mi tía apagó el fuego y aclaró –no sabía qué iban a querer para desayunar- a la vez que acercaba a la mesa manteca, mermelada y dulce de leche. La exuberante mesa, nada tenía que envidiarle a un desayuno americano de hotel, descontando las manos amorosas que lo habían preparado.
La mesa fue llenándose de ruido, risas, anécdotas, mensajes de los de “allá” y entre todo se nos pasó fácil media mañana.
Hicimos unos llamados para coordinar con los primos los encuentros y entre medio haríamos los paseos y excursiones programadas a las bodegas, el parque San Marín con el cerro de La Gloria y el zoológico, el centro y el Cristo Redentor.
Ya estábamos recorriendo las calles con sus resplandecientes veredas enceradas y la canción permanente de sus acequias.
Empezaba a saborear mis recuerdos.

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