Habían pasado unos meses desde su balance y hasta ese instante creía haberse desecho de ese pensamiento que en otros tiempos pudo llegar a paralizarla.
Siguió sumando uno a uno los días en su vida, viviéndolos apresuradamente algunos, otros parecían eternos.
Por momentos percibía extrañas sensaciones, imposibles de traducirse en palabras, algo así como una falta, un vacío, una ausencia… ¡Qué locura siquiera imaginarlo! Tenía todo cuanto podía pretender, ni mencionarle semejante estupidez a sus amistades.
Sonrió para sí entreviendo las caras de “algunos” de esos que había decidido alejar de su vida. Pero los que estaban ahora seguro tampoco podrían comprenderla, si ni siquiera podía explicarlo.
Sara ordenó pausadamente su escritorio antes de irse a su casa, como todos los días, pero hoy parecía en cámara lenta. Devolvía los lápices y lapiceras al organizador de la esquina, los clips y ganchos en el cajón pequeño del centro, los sellos en sus respectivos soportes, la tinta y almohadilla en el cajón izquierdo, el papel sobrante en el derecho y el abrecartas en forma de espada heredado de su padre en el estuche labrado de cuero.
Parecía una autómata, en realidad su mente estaba en otra parte, intentando descifrar y resolver esos sentimientos que intentaban gobernar su vida, los que parecían no dar paso a una vida en paz y relajada.
Quería una tregua y terminar con los sobresaltos…
Apagó la computadora y cerró la puerta. Dejó el auto en el estacionamiento y optó por caminar hasta su casa, sin apuros, para ver si el aire fresco lograba reconfortarla.
No era tarde ni hacía frío, pero parecía que hubieran secuestrado a la gente de las calles, sólo los faros de las avenidas lindantes y las luces tintineantes de los negocios ya cerrados iluminaban sus pasos y se dijo que algo no estaba del todo bien.
Cuando llegó consideró que el ánimo en la casa no era el mejor, se había demorado y llegaba a pie. Vio caras de impaciencia, de hambre, preocupación y comprensión.
Decidió no dar explicaciones y resolvió la cena calentando un popurrí que armó con congelados y algo que quedó del mediodía. Se dirigió a la piecita del fondo como cuando se llevaba trabajo para terminar, por lo que nadie sospechó nada extraño.
Lo último que escuchó por el pasillo fue un comentario sobre las nuevas pastillas que le había recetado el médico, algo como que no era para tanto, sólo se trataba de una menopausia precoz.
Puso llave y se aisló del mundo.